El (Los) sur : campos de lo imaginario. Mi Norte es el Sur
Le(s) Sud(s) : champs de l'imaginaire. Le Sud c'est notre Nord
Mabel Franzone, Alejandro Ruidrejo (dir.)
M@gm@ vol.8 n.3 Settembre-Dicembre 2010
EL LENGUAJE SIMBÓLICO DE LOS DIOSES QUECHUAS: EL SEÑOR « AKUCHIMAY » EN EL IMAGINARIO POPULAR HUAMANGUINO
Alfredo Alberdi Vallejo
koal@alberdi.de
Docente universitario de la FU-Berlín,
donde obtuvo el título doctoral en la materia de “Altamerikanistik”
(Arqueología, Etnología, Lingüística y Antropología de la
América Indígena).
1. Introducción
Desde mucho tiempo atrás tuve la suerte de escuchar y mirar
–en el lenguaje y por indicación de los especialistas quechuas–
las numerosas estrellas densamente brillantes en la bóveda
del hemisferio sur que, según la visión quechua, esas son
los nimbos de los niños indígenas muertos. En la Gloria indígena,
esos niños cultivan las plantas y cuidan las flores convertidas
en estrellas, juegan con los cachorros de los zorros, los
perros, de los jaguares, con los corderos de las llamas que
habitan al costado del gran “río celestial” (la Vía Láctea)
que atraviesa los llanos y montes del paraíso imaginario del
nativo quechua.
Este mundo que habitamos no es más que el reflejo de esa urbe
celestial que aparece por las noches poniéndose sobre nuestras
cabezas.
Las grande cumbres de los nevados tocan y, a veces, “penetran
al cielo” para unir a esos dos mundos semejantes (cielo y
tierra).
Las inmensas montañas y colinas, casi todas, son el habitáculo
de las deidades quechuas. Esas se encarnan en cerros masculinos
y femeninos llamándose “Wamani”. Entre ellos se enamoran,
se entregan regalos. A medianoche sale del interior de la
colina por orden del dios “Wamani Akuchimay” (cerro cerca
a la ciudad de Ayacucho o Huamanga) una vicuña brillante portando
su carga de oro en polvo que le envía su amo “Akuchimay” a
su amada. Por las calles oscuras, de la periferia de Huamanga,
camina el auquénido hasta dejar el envío a la predilecta “Wamani
Kampanayoq” (colina hacia el sur de la mencionda ciudad),
quien se regodea bañándose en el polvo de oro de su amado
o la otra amada “Wamani Pisqota” (colina hacia el oeste, cuyo
nombre actual es “cerro de la Picota”) hace lo mismo que la
otra. Solamente los hombres afortunados, y de valor sobrehumano,
pueden interceptar esas riquezas para ellos mismos, con la
anuencia de las deidades indias, pero sin la vicuña que se
esfuma en el aire de la noche.
Las deidades quechuas arriba indicadas aceptan o rechazan
los requerimientos en un lenguaje especial que ellos comprenden
mediante el trueno, agradan su vanidad por la abundancia de
la vegetación y sus flores, señalizan sus complacencias mediante
la lluvia o el brillo de las nubes nocturnas, antes que salga
la madre Luna.
Cuando los “Wamanis” se visitan entre ellos viajan volando
en la forma de halcón, o de un gavilán o de un dominico inmaculado
que se posa sobre la cresta de la colina amada. Pero cuando
ellos desean el contacto humano se transforman en animales
exóticos, en flores extrañas como las begonias nativas (achanqaray,
lat. Begonia peruviana) o las dalias (pantirway, lat. Dahlia
excelsa andina), pero ante las muchachas casaderas se presentan
lujosamente vestidos, barbados y calzando sandalias de oro
fino.
Con la llegada de los españoles arribaron también las cruces,
vírgenes y santos que ellos fueron transfigurándose en la
imagen de las deidades nativas, pero manteniendo su independencia
formal del catolicismo. Por eso siempre hay en las cumbres
de las colinas una cruz cristiana arrimada con muchas piedras
(se llama en quechua “saywa rumi” a estas ofrendas) que los
arrieros depositan en estos lugares consagrados; también en
sus respectivos días le visten los devotos a las cruces con
sus “chalinas” (bufandas); aparte del “agua bendita” del señor
cura, recibe las gotas del aguardiente que bebe sediento (challay
se llama el acto de asperjar); se le adorna con ramos de dalia,
“ñuchqu” (lat. Salvia dombeyi), el “amancay” (lat. Hymenocallis
amancay) y la retama; finalmente suena la música y el canto
que rematado en una danza campestre serrana, desciende sobre
la ciudad crepuscular.
2. La colina en los papeles viejos
La antigua ciudad de Huamanga, hoy Ayacucho, Perú, se encuentra
en las coordenas terrestre en latitud –13°11’06” y en la longitud
-74°15’12”; en algunos manuscritos vetustos veo que los nombres
de tantos pueblos, hoy en día desaparecidos y otros casi nunca
mencionados, eran en los lejanos tiempos del incario pueblos
de suma importancia.
Una parte de la antigua “Guaman aka” abarcaba un extenso territorio
desde Mayocc, Tayacaja y Julcamarca, en la actual Huancavelica,
continuaba la jurisdicción por los pueblos de Huanta, Anco
y los pueblos del norte de la actual provincia de Huamanga.
En esta parte del Tawantinsuyo era curaca principal, en plena
pujanza de la soberanía inca sujeto al Cusco, el jefe guerrero
Pocora (Pokra), Auca Xive (Aucasimi) que habitaba en el asiento
de Pacora o Pocora, hoy Ayacucho, y sus segundas personas
en jerarquía social y gobierno, eran los curacas Auca Concho
y Cosiconcho que habitaban el pueblo de Cocha; tal y conforme
los encontraron los invasores hispanos al asentarse en las
tierras de Huamanga. A ellos los convirtieron en calidad de
encomendados y vasallos de Carlos V, pero ¿dónde colocar en
el mapa a Cocha?, ¿existe hoy día aquél pueblo? Y todavía
con la agravante que existen inscritos en los documentos coloniales
tempranos, dos pueblos diferentes llamados con el mismo nombre
“Cocha” donde en uno de ellos habitaban unos mitimaes.
El documento que tengo a mano está fechado en 1541. En tan
extenso territorio del curaca Aucasimi (Auca, eran los jefes
tribales, pero también puede designar el nombre del linaje;
algunos escriben como “Anca” que significa “gavilán” o “waman”)
hemos podido encontrar un total 1,057 familias. Si tenemos
en consideración que ésa sea la cantidad poblacional sumada
por el mismo Francisco Pizarro, quien otorga el citado documento,
refiriéndose a las familias nucleares la densidad poblacional
es irrisoria, pero si fuera pensado en la familia extendida,
que lo es la andina, no sobrepasarían los dos mil habitantes
en esa antigua provincia incaica. Esta suma poblacional no
es contradictoria con lo arrojada en la visita o censo poblacional
de 1557 hecho por Damián de la Bandera quien contabilizó un
total de 1,941 habitantes en la jurisdicción de todo el territorio
de la ciudad de “San Juan de la Victoria y de la Frontera
primero” y sus alrededores; posteriormente, según la contabilidad
de 1571 hecha por el virrey don Francisco de Toledo en la
ciudad de Guamanga y sus alrededores sumaba con 9,433 habitantes
nativos.
He revisado diversos mapas coloniales de Huamanga para ver
la distribución territorial de los pueblos y de la misma ciudad
capital, entre ellas la más antigua publicada pertenece a
Guaman Poma de Aiala en su conocida obra titulada: “Nueva
coronica” y un boceto, presumible copia de un original del
mismo cronista quechua, publicado en “Y no hay remedio”, bautizado
como “documento Prado Tello”. He leído también, pacientemente,
los manuscritos originales del “Primer libro capitular de
San Juan de la Frontera de Guamanga”, la “Relación de la provincia
de Huamanga” hecha en 1586 por los alcaldes Pedro de Ribera
y Antonio de Chavez y de Guevara, “la reducción de Toledo”
en 1571 y otros de igual calibre histórico, pero ninguno de
estos documentos serios mencionan el nombre de la famosa colina
que hoy llamamos ACUCHIMAY. ¿Qué pasa con estos documentos
tempranos que no mencionan al cerro huamanguino?, ¿desde cuándo
existe ese nombre y dónde está registrado su nombre andino?
No le menciona al “Acuchimay” para nada don Calixto Bustamante
Carlos Inga, alias Concolorcorvo en: “El lazarillo de ciegos
caminantes desde Buenos Aires, hasta Lima con sus itinerarios...”
S/f. (siglo XVIII).
El no citar a la colina huamanguina en la documentación colonial
seguramente sería argumento suficiente para negar su existencia
pese a estar ella ante la vista de los “ciegos caminantes”
como lo hacen con los Pocoras (Pokras) algunos historiadores
librescos y demás cotorras imitativas. El nombre de la colina,
¿habría sido tal y conforme como ahora se escribe y pronuncia?
o ¿sería un invento de la “intelectualidad huamanguina del
siglo pasado”? Sí, efectivamnet, fue como lo dice la segunda
interrogación. Veamos cómo sucedió aquel fenómeno lingüístico
llamado metátesis con la momenclatura del poderoso cerro huamanguino.
Lamentablemente, no existe ningún documento colonial “lato
sensus” que resguardan los grandes archivos peruanos y españoles
donde registre este nombre de la colina Huamanguina, mas en
algún documento de litigio entre indios, sin importancia histórica,
allí si se le menciona al “apo chimay” por lo menos una vez.
Los manuscritos que tratan entre indios muchas veces son pleitos
de menor cuantía, especialmente robos; estas querellas se
hacen relevantes cuando, para dar mayor crédito e importancia
a sus quejas entre líneas, se acusan mutuamente los naturales
de “indio idólatra”, “huacacamayos” (adoradores de deidades
nativas) y “hechiceros”. Una denuncia ante el protector de
naturales de Huamanga en 1640, entre Juan Aroni contra Phelipe
Guaman por haberle sustraído enseres y un asno, le acusa el
primero a Guaman que éste: “tiene su buyo en despoblado en
agua puquio con su huaca apo chimay bajo del cerro”, luego
pide formalmente que las autoriadades visiten el lugar indicado
que el ladrón allí tiene los objetos y el jumento robados.
Tal vez lo más rescatable de toda la queja, de unas cuatro
páginas, sea lo transcrito anteriormente. El lenguaje del
párrafo es oscuro, sin contexto, pero rico en información
porque expresa que el presunto ladrón tiene su choza en Ñawinpuquio,
cerca del cerro huamanguino, imputándole que en la colina
“apo chimay” exista un lugar de veneración sagrada nativa.
No hay documento alguno de los tiempos coloniales donde le
nombren como “Acuchimay” al cerro ayacuchano.
3. ¿Data suma topónima?
En 1834 estando de viaje por Huamanga el Presidente Provisorio
don José Luís Orbegozo, con ocasión del décimo aniversario
de la Batalla de Ayacucho, su secretario y capellán don José
María Blanco –después de regalarnos el mote de “rincón de
muertos” en alusión a los realistas fallecidos en Quinua–,
menciona en su diario a los cerros “Acuchimai – Nagüin yacu
(ojo del agua) y Picota”.
Algunos viajeros como Charles Wiener, Raymondi, Crosnier y
Paz-Soldán hacen referencias a la colina indirectamente nómbrandola
como “alto de Carmenga”.
Exceptuando las anotaciones marginales en los documentos entre
nativos, diremos que “oficialmente” el nombre de la colina
huamanguina llega a la literatura citadina con los viajeros
del siglo XIX.
En 1888 el huamanguino Luís Carranza en sus “Apuntes de un
viajero”, anotando la tectónica de la ciudad, escribe “Acuchimay”
como nombre propio del cerro.
Se le llama a la colina con su nombre nativo muy profusamente
a partir de la Guerra del Pacífico (1879 – 1884).
En 1914 el Coronel Juan Nepomuceno Vargas Quintanilla, posiblemente
copiando las Memorias del Mariscal Andrés A. Cáceres, menciona
en su carta la acción bélica de “Acuchimay” entre los caceristas
contra los chilenos al mando del Coronel Arnaldo Panizo, documento
que publicó el historidor Jorge Basadre en su “Historia de
la República del Perú”.
Ha sido costumbre de la intelectualidad huamanguina relacionar
los petroglifos de Ñawinpuquio, ubicada el lugar en las faldas
del “Acuhimay”, como centro poblacional Warpa de la cultura
local pre-Wari en Huamanga, asimismo un relato romántico entre
el “príncipe” Wari y la “princesa” de Vilcashuamán quienes
terminaron trágicamente sus vidas en el “tambo” de Acuchimay
que, dicho sea de paso, nunca tuvo ese uso.
4. La encrucijada entre la tradición y la razón
En la década de los sesenta del siglo próximo pasado, el médico
Abilio Cárdenas, alcalde por entonces del Consejo provincial
de Huamanga, hizo construir la cruz metálica de grandes dimensiones,
con un centenar de bombillas eléctricas, para visualizar el
símbolo católico de día y de noche a través de las grandes
distancias en las sendas del peregrino.
Esta nueva cruz quitó la importancia a las dos ya existentes
desde tiempos coloniales que son de hechura huamanguina. Por
aquellos tiempos el que suscribe esta nota, Miguel Ángel Velarde,
huamanguino y profesor de Literatura en la Universidad de
la Amazonía de Iquitos; Alcides Bendezú, huamanguino y profesor
de Ciencias Sociales; Luís Rivera Aragón, Alfredo Escarcena,
Alberto Díaz y otros amigos hacíamos la broma sobre la cruz
gigante que había convertido a las otras dos como el “Buen
Ladrón” y el “Mal Ladrón” del Nuevo Testamento. Esta broma
de nuestra juventud llegó a los oídos de algunas gentes mal
informadas quienes la tuvieron por una aseveración tradicional
de la tierra huamanguina. Nos consta, por informaciones de
primera mano, que un llamado “Gotardo” Rivera, muy desinformado,
ha difuminado esta broma en las aulas universitarias cristobalinas.
Las dos cruces facturadas por los imagineros huamanguinos
tiene una singular significación en su género: las cruces
son pintadas de verde, ésas no contiene el bulto de Cristo,
sino en el crucero de las dos astas se coloca en una urna
la cabeza magullada y coronada de espinas del crucificado;
su expresión simbólica del Gólgota se dibuja en los maderos
del travesaño horizontal donde están las dos manos heridas,
una escalera, una lanza y un hisopo de mango largo; en el
madero vertical están los pies lacerados, la bolsa con las
monedas de la traición, los dados y una túnica; debajo está
la calavera sonriente; encima del INRI, se encuentra el “gallo
de la pasión”, recordando la negación de Pedro al Maestro.
La Cruz de los “Compadres”, ubicada en la colina
del Acuchimay. Foto: Kolbe-Alberdi, 2002 |
La Cruz de las “Comadres”, ubicada a unos metros
más abajo de la anterior en la colina del Acuchimay. Foto: Kolbe-Alberdi, 2002 |
La fiesta de la Cruz Mayor del Acuchimay
–la que se ubica en la cima de la colina representando a la
“cruz de los comprades” y la Cruz Menor, ubicada más abajo
que la anterior, representa a la “cruz de las comadres”– se
festeja aún el día jueves de la semana anterior a la fiesta
movible del carnaval en Huamanga.
Pese a toda la parafernalia religiosa en la celebración de
las cruces y los rezos populares multitudinarios hacia la
colina organizado por los franciscanos en sus “Vìa Crucis”,
nos enteramos que existía “una cueva” misteriosa en el lugar
y que era morada de un Dios del cerro. El suscrito con Miguel
Angel Velarde, un buen día de invierno, nos pusimos a buscar
aquella caverna extraordinaria. Caminamos muchas horas en
la cima de la colina, bajamos al lado este hacia Ñawinpuquio,
pero no dimos con la cueva.
Cansados y sedientos por la caminata nos pusimos a mirar el
panorama hacia el horizonte de Pukuwillca, de pronto como
surgido entre la greda rojiza, vimos a un hombre acercarse
a nuestro sitio de reposo. En quechua le dirigimos la palabra.
El hombre era un modesto campesino, llevaba un sombrero relativamente
nuevo al igual que su indumentaria típica, entre uno de sus
hombros portaba una especie de azadón. Le dijimos:
– Maestrito, díganos, ¿por acá está la entrada del Señor Acuchimay?
El hombre se quitó el sombrero y pronunció su respuesta como
si fuera un rezo:
– Jóvenes, el Señor de Acuchimay es otro con su cruz y su
iglesia y el “Apo Chimay” es otro, Dios nuestro.
– Maestrito, ¿puede indicarnos dónde está la cueva del Señor
Apo Acuchimay?
El hombre, nos llevó a un elevamiento rocoso de un pequeño
mirador e indicándonos unas rocas en la arena de Ñawinpuquio,
con voz bronca, señalando con sus dedos nudosos nos dijo:
– Allá, no más, miren el pico en su cabeza dirige al Cusco
del Inca, una ala apunta al Rasuwillca y la otra a nosotros,
a su sagrario...”Apo Chimay, yayan akchi”, señor...con su
permiso, pues, jóvenes...
Se fue el hombre. Seguidamente, vimos aquella roca donde estaba
la figura de un ave rapaz con las alas extendidas hacia los
lugares que nos indicó y la cabeza, casi destruida en sus
rasgos, aparecía como una escultura trabajada a mano o por
la misma naturaleza que así la habría labrado.
El ala hacia nosotros, efectivamente, apuntaba a un pequeño
muro entre la roca de la colina que era la entrada a la cueva
del “Apu Chimay”. Eran unos segundos de observación que nos
hicimos y, de pronto, me vino la idea de preguntarle más cosas
al hombre... pero ya no estaba, pensé encontrarle a unos pasos
más allá, pero él ya se había perdido como sumergido entre
las rocas. Mi amigo me miró sin impaciencia y dijo: “es el
brujo del cerro, seguro que se ha escondido por allí y nos
está oyendo lo que decimos sobre él, observándonos nuestros
pasos”.
La entrada de la cueva estaba protegida con un mampuesto irregular
de bloques rocosos, el interior era como una sala iluminada
por cientos de cirios colocados en las hendiduras, había gran
cantidad de claveles, cigarrillos, papeles dorados; el piso
estaba barrido y apisonado; dejamos nuestros cigarrillos y
salimos al aire libre, bajamos a la ciudad pensando en el
hombre que en su quechua habría dicho: “Acuchimay, nuestro
señor” que no era exacto como veremos adelante.
Pasaron muchos años desde la última vez que estuve en la cueva
de la colina desde lo alto divisando la roca que eran los
“petroglifos” de Ñawinpuquio, ahora lo sé conforme hube leído
un artículo en la revista Huamanga.
Vista tomada
desde la colina de Acuchimay desde el lado noroeste de
la ciudad actual de Ayacucho. Foto: Alberdi, 2002 |
5. Una década de ausencia no es nada
En alguna oportunidad de mi vida estuve preparado para dispararle
rayos de luz a la cueva y a la roca totémica. De tanto caminar
y buscar el adoratorio, al fin pude dar con el muro ahora
derruido a la entrada de la cueva, pude pararme en el mirador
donde hace años antes hube contemplado al rapaz pétreo. Esta
vez escuché en la faldería de la colina, en la planicie, los
ruidos atronadores de las motocicletas que se desplazaban
entre la roca totémica que le habían partido en dos para construir
un motocross. Ahora ya no estaba el ave pétreo de los antepasados
esculpido en la roca de Ñawinpuquio. No pude llorar por su
pérdida y nadie oyó mi queja repetida entre los ecos de las
rocas sino mi alma adolorida.
Ingresé a la cueva con la cámara fotográfica entre las manos,
allí dentro era medio oscura con sólo dos cirios de luces
lánguidas, las flores marchitas, los papeles dorados regados
como basura sobre el piso.
No hubo fotografías del adoratorio nativo ni del tótem. Recordé,
entonces, las palabras del sacristán del templo del Arco de
Huamanga quien me decía de los caprichos del “Niño Nakaq”
(Cristo niño cuya significado quechua es “niño degollador”)
al fotografiarle: “cuando él quiere no más hay buena foto,
sino nada”; también, me vino a las mientes la sentencia del
otro sacristán del templo de Santa Ana que nos decía: “del
Niño Luchito no hay fotografía, cuando le buscan para hacerle
una ya no está en su casa, es un paseandero” (es otra escultura
de Jesús niño con aquel nombre dado por el imaginario popular).
Este último Luchito es la imagen de un niño sentado sobre
una silleta que no tiene un lugar fijo en los altares de la
parroquia Santa Ana, después de su procesión que es junto
con la de Santa Ana y San Joaquín, el 26 de julio, se llevan
al niño los devotos a sus casas como invitado por algunos
días, por semanas, por meses, bien atendido con flores e incienso.
Me despedí del “Acuchimay” y del “Apu Chimay” por un par de
décadas.
Han pasados muchos años de mi ausencia de la tierra Huamanguina,
en ese tiempo recordé mucho al “Apu Chimay”, repasé su verdadera
historia que nadie había escrito, me fijé que nunca fue una
“pascana” (en el quechua los arrieros llaman a los lugares
de la remuda a las bestias de carga) donde se pedía hojas
de la coca para pasar por ese lugar. La coca siempre fue la
sagrada “madre coca” y nunca se la profanó llamándola “acuchi”
en el incario andino, pero tal vez sí entre los mestizos.
También me recordé el rezo de aquél hombre misterioso quien
dijo: “Apo Chimay, yayan Akchi” (“poderoso ave dominico, padre
de la luz”); ahora pude comprender que ese era el nombre del
“poderoso, nuestro padre dominico (akchi)”, sé también que
al “dominico” se le llama: “aqchi, chimay, allqamari, qoreqenke,
allqariña, allqasiña, chanka inga, karakara, chinalinda”,
cuyo nombre latino es Phalcobaenus albogularis megalopterus.
El dominico es un pariente del gavilán (waman) acanelado.
Ahí estaba en la roca íntegra cuando ví la primera vez la
figura pétrea del dominico. En la segunda vez que fui a verle
le encontré destrozado y en la tercera ya no pude hallarle.
También supe que aquella “figura pétrea” lo puso un Inca como
señal de su victoria sobre las tierra de los Pocoras. Esto
refieren los cronistas peruanos Garcilaso que vió dos “pinturas”
de los halcones colocadas a la salida o entrada de Huamanga,
una en pasable estado de conservación y la otra ya muy destrozada,
al igual que San Cruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua, en Huamanga,
describió sus siete idolos “fieros de esa provincia”. En Huamanga
encontró el extirpador de idolatrías de indios, el cura Cristóbal
de Albornoz, las alas de un halcón que le entregó uno de los
Incas a su representante para que la tuviera en un relicario
por las tierras conquistadas a su dominio.
Juntando relatos y documentos coloniales me propuse ubicarla
bajo las coordenadas de la bóveda celeste del hemisferio sur
al adoratorio del “Apu Chimay”; no pude triunfar como lo hizo
Johannes Kepler en la precisión absoluta en medir todas las
cosas (se conoce que el astrónomo alemán llegó incluso a calcular
el tiempo de su gestación en el vientre materno en 224 días
9 horas y 53 minutos) porque me impidieron el viento, los
rayos, la lluvia y el frío en realizar mi propósito añejo.
6. Sobre las dos décadas del tiempo ya no hubo señales
Después de varias décadas de ausencia, regresé a Huamanga
con mis cámaras fotográficas reflex y digital, teleobjetivos,
brújulas y mapas hipermodernos. Ascendí al Acuchimay en un
auto y desde allí tomamos fotografías telescópicas de la primera
plaza de Huamanga que salió maravillosamente bien lograda
más una panorámica de la ciudad moderna, buscamos por todos
lados el adoratorio del “Apu Chimay” para ubicarla exactamente,
junto a la roca del “Yayan Akchi”, en la faldería de Ñawinpuquio.
No pudimos llegar más a los lugares indicados.
Mientras estábamos a la búsqueda del adoratorio y del tótem
de pronto apareció ante nosotros (mi esposa e hijo alemanes
más mi hermano huamanguino) un niño muy pobre, harapiento
y sin abrigo en ese día singularmente frío de julio; el chico
me clavó una mira tristísima que me fulminó mis pupilas, vino
él hacia mí con uno de sus bracitos extendidos para pedirme
dinero, sin hablar palabra alguna en ninguna lengua. No sé
si hablaba quechua o castellano.
Tan imponente fue esa presencia y tan cruel su mirada que
no me risistí a sacar mi monedero para rebuscar allí unos
soles: encontré un sol, cinco soles, diez soles y un par de
dólares en mi reserva de viajero por mi patria. Pensé en mi
interior: “un niño tan pobre no debe necesitar más que un
sol de propina” y hablando en voz alta en quechua le dije:
“kay huk sol imay sonqochalla qamllapaq kachun, aman qawachinkichu
huknin warmakunamanqa” (aquí tienes un sol sólo para tí, niño
pobre, pero no muestres lo que te dí a los otros muchachos),
él asintió con la cabeza su promesa dada.
Tomando la moneda entre sus manos sucias, sin sorpresa alguna,
se puso en camino con pasos cansinos. Allí comenzó mi lucha
interna: “!tú, que tienes algo de dinero, cómo puedes darle
una miseria a un niño pobre sabiendo que esa moneda no le
ayudará en nada! ¿Por qué no le das esos diez soles que a
tí no te servirá para nada? ¿Eres un cicatero en tu tierra?”.
Me arrepentí de la mezquindad atreviéndome a sacar más dinero
pero el niño, en unos segundos que tardó el pensamiento, ya
había desaparecido como deglutido por la tierra.
Avergonzado de mí mismo guardé el dinero, caminé unos pasos
inseguros y de pronto, entre mis pies, en la superficie de
la tierra, estaba clavado un sol en moneda carcomida. ¿El
“Apu Chimay” me habría devuelto ese pedazo de metal? No pude
estar conforme con mi alma metida en el almario en esos momentos
de extraña turbación.
Entre las rocas del “Apu Chimay” busqué a la araña llamada
la “viuda negra” que también está en la constelación de la
Vía Láctea para mostrársela a mis queridos acompañantes, mas
no hallamos ningún ejemplar, tampoco hicimos más fotos porque
inició un viento ferozmente helado e iniciaba a llover. Nos
cobijamos en un bar de las Tinajeras, desde allí vimos caer
una lluvia torrencial serrana tan inusual para la temporada
de invierno.
No hubo más fotografías ni cálculos de precisión para ubicar
en los mapas modernos aquel adoratorio del “Apu Chimay” (transformado
en “acu–chimay” en el quechua de los mestizos postcoloniales),
“yayan akchi, wamani” ( no “yayanchik”), padre generador dominico,
dios pasado y actual nativo de la tierra que me acunara.
No está mi albún fotográfico desprovisto de piedras del antiguo
acueducto, de los sillares de las casas primitivas, del “peñol”
Pocora, de las semillas raras, de los sulfatos multicolores,
de las ofrendas a las divinidades andinas; todos esos materiales
están bien clasificados con sus nombres quechua y latinos
fulgurando exotismo en unos relucientes pomos de cristal,
como la misma hechicería andina, riñiéndose diariamente con
el positivismo del mestizo peruano.
Bibliografía
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Diario del viaje del presidente Orbegoso al sur del Perú.
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RUÍZ FOWLER, José R. (1924)
Monografía histórico–geográfica del departamento de Ayacucho.
1ra edición. Imprenta Torres–Aguirre, Lima.
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