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  • El (Los) sur : campos de lo imaginario. Mi Norte es el Sur
    Le(s) Sud(s) : champs de l'imaginaire. Le Sud c'est notre Nord
    Mabel Franzone, Alejandro Ruidrejo (dir.)

    M@gm@ vol.8 n.3 Septembre-Décembre 2010

    EL LENGUAJE SIMBÓLICO DE LOS DIOSES QUECHUAS: EL SEÑOR « AKUCHIMAY » EN EL IMAGINARIO POPULAR HUAMANGUINO

    Alfredo Alberdi Vallejo

    koal@alberdi.de
    Docente universitario de la FU-Berlín, donde obtuvo el título doctoral en la materia de “Altamerikanistik” (Arqueología, Etnología, Lingüística y Antropología de la América Indígena).

    1. Introducción

    Desde mucho tiempo atrás tuve la suerte de escuchar y mirar –en el lenguaje y por indicación de los especialistas quechuas– las numerosas estrellas densamente brillantes en la bóveda del hemisferio sur que, según la visión quechua, esas son los nimbos de los niños indígenas muertos. En la Gloria indígena, esos niños cultivan las plantas y cuidan las flores convertidas en estrellas, juegan con los cachorros de los zorros, los perros, de los jaguares, con los corderos de las llamas que habitan al costado del gran “río celestial” (la Vía Láctea) que atraviesa los llanos y montes del paraíso imaginario del nativo quechua.

    Este mundo que habitamos no es más que el reflejo de esa urbe celestial que aparece por las noches poniéndose sobre nuestras cabezas.

    Las grande cumbres de los nevados tocan y, a veces, “penetran al cielo” para unir a esos dos mundos semejantes (cielo y tierra).

    Las inmensas montañas y colinas, casi todas, son el habitáculo de las deidades quechuas. Esas se encarnan en cerros masculinos y femeninos llamándose “Wamani”. Entre ellos se enamoran, se entregan regalos. A medianoche sale del interior de la colina por orden del dios “Wamani Akuchimay” (cerro cerca a la ciudad de Ayacucho o Huamanga) una vicuña brillante portando su carga de oro en polvo que le envía su amo “Akuchimay” a su amada. Por las calles oscuras, de la periferia de Huamanga, camina el auquénido hasta dejar el envío a la predilecta “Wamani Kampanayoq” (colina hacia el sur de la mencionda ciudad), quien se regodea bañándose en el polvo de oro de su amado o la otra amada “Wamani Pisqota” (colina hacia el oeste, cuyo nombre actual es “cerro de la Picota”) hace lo mismo que la otra. Solamente los hombres afortunados, y de valor sobrehumano, pueden interceptar esas riquezas para ellos mismos, con la anuencia de las deidades indias, pero sin la vicuña que se esfuma en el aire de la noche.

    Las deidades quechuas arriba indicadas aceptan o rechazan los requerimientos en un lenguaje especial que ellos comprenden mediante el trueno, agradan su vanidad por la abundancia de la vegetación y sus flores, señalizan sus complacencias mediante la lluvia o el brillo de las nubes nocturnas, antes que salga la madre Luna.

    Cuando los “Wamanis” se visitan entre ellos viajan volando en la forma de halcón, o de un gavilán o de un dominico inmaculado que se posa sobre la cresta de la colina amada. Pero cuando ellos desean el contacto humano se transforman en animales exóticos, en flores extrañas como las begonias nativas (achanqaray, lat. Begonia peruviana) o las dalias (pantirway, lat. Dahlia excelsa andina), pero ante las muchachas casaderas se presentan lujosamente vestidos, barbados y calzando sandalias de oro fino.

    Con la llegada de los españoles arribaron también las cruces, vírgenes y santos que ellos fueron transfigurándose en la imagen de las deidades nativas, pero manteniendo su independencia formal del catolicismo. Por eso siempre hay en las cumbres de las colinas una cruz cristiana arrimada con muchas piedras (se llama en quechua “saywa rumi” a estas ofrendas) que los arrieros depositan en estos lugares consagrados; también en sus respectivos días le visten los devotos a las cruces con sus “chalinas” (bufandas); aparte del “agua bendita” del señor cura, recibe las gotas del aguardiente que bebe sediento (challay se llama el acto de asperjar); se le adorna con ramos de dalia, “ñuchqu” (lat. Salvia dombeyi), el “amancay” (lat. Hymenocallis amancay) y la retama; finalmente suena la música y el canto que rematado en una danza campestre serrana, desciende sobre la ciudad crepuscular.

    2. La colina en los papeles viejos

    La antigua ciudad de Huamanga, hoy Ayacucho, Perú, se encuentra en las coordenas terrestre en latitud –13°11’06” y en la longitud -74°15’12”; en algunos manuscritos vetustos veo que los nombres de tantos pueblos, hoy en día desaparecidos y otros casi nunca mencionados, eran en los lejanos tiempos del incario pueblos de suma importancia.

    Una parte de la antigua “Guaman aka” abarcaba un extenso territorio desde Mayocc, Tayacaja y Julcamarca, en la actual Huancavelica, continuaba la jurisdicción por los pueblos de Huanta, Anco y los pueblos del norte de la actual provincia de Huamanga.

    En esta parte del Tawantinsuyo era curaca principal, en plena pujanza de la soberanía inca sujeto al Cusco, el jefe guerrero Pocora (Pokra), Auca Xive (Aucasimi) que habitaba en el asiento de Pacora o Pocora, hoy Ayacucho, y sus segundas personas en jerarquía social y gobierno, eran los curacas Auca Concho y Cosiconcho que habitaban el pueblo de Cocha; tal y conforme los encontraron los invasores hispanos al asentarse en las tierras de Huamanga. A ellos los convirtieron en calidad de encomendados y vasallos de Carlos V, pero ¿dónde colocar en el mapa a Cocha?, ¿existe hoy día aquél pueblo? Y todavía con la agravante que existen inscritos en los documentos coloniales tempranos, dos pueblos diferentes llamados con el mismo nombre “Cocha” donde en uno de ellos habitaban unos mitimaes.

    El documento que tengo a mano está fechado en 1541. En tan extenso territorio del curaca Aucasimi (Auca, eran los jefes tribales, pero también puede designar el nombre del linaje; algunos escriben como “Anca” que significa “gavilán” o “waman”) hemos podido encontrar un total 1,057 familias. Si tenemos en consideración que ésa sea la cantidad poblacional sumada por el mismo Francisco Pizarro, quien otorga el citado documento, refiriéndose a las familias nucleares la densidad poblacional es irrisoria, pero si fuera pensado en la familia extendida, que lo es la andina, no sobrepasarían los dos mil habitantes en esa antigua provincia incaica. Esta suma poblacional no es contradictoria con lo arrojada en la visita o censo poblacional de 1557 hecho por Damián de la Bandera quien contabilizó un total de 1,941 habitantes en la jurisdicción de todo el territorio de la ciudad de “San Juan de la Victoria y de la Frontera primero” y sus alrededores; posteriormente, según la contabilidad de 1571 hecha por el virrey don Francisco de Toledo en la ciudad de Guamanga y sus alrededores sumaba con 9,433 habitantes nativos.

    He revisado diversos mapas coloniales de Huamanga para ver la distribución territorial de los pueblos y de la misma ciudad capital, entre ellas la más antigua publicada pertenece a Guaman Poma de Aiala en su conocida obra titulada: “Nueva coronica” y un boceto, presumible copia de un original del mismo cronista quechua, publicado en “Y no hay remedio”, bautizado como “documento Prado Tello”. He leído también, pacientemente, los manuscritos originales del “Primer libro capitular de San Juan de la Frontera de Guamanga”, la “Relación de la provincia de Huamanga” hecha en 1586 por los alcaldes Pedro de Ribera y Antonio de Chavez y de Guevara, “la reducción de Toledo” en 1571 y otros de igual calibre histórico, pero ninguno de estos documentos serios mencionan el nombre de la famosa colina que hoy llamamos ACUCHIMAY. ¿Qué pasa con estos documentos tempranos que no mencionan al cerro huamanguino?, ¿desde cuándo existe ese nombre y dónde está registrado su nombre andino?

    No le menciona al “Acuchimay” para nada don Calixto Bustamante Carlos Inga, alias Concolorcorvo en: “El lazarillo de ciegos caminantes desde Buenos Aires, hasta Lima con sus itinerarios...” S/f. (siglo XVIII).

    El no citar a la colina huamanguina en la documentación colonial seguramente sería argumento suficiente para negar su existencia pese a estar ella ante la vista de los “ciegos caminantes” como lo hacen con los Pocoras (Pokras) algunos historiadores librescos y demás cotorras imitativas. El nombre de la colina, ¿habría sido tal y conforme como ahora se escribe y pronuncia? o ¿sería un invento de la “intelectualidad huamanguina del siglo pasado”? Sí, efectivamnet, fue como lo dice la segunda interrogación. Veamos cómo sucedió aquel fenómeno lingüístico llamado metátesis con la momenclatura del poderoso cerro huamanguino.

    Lamentablemente, no existe ningún documento colonial “lato sensus” que resguardan los grandes archivos peruanos y españoles donde registre este nombre de la colina Huamanguina, mas en algún documento de litigio entre indios, sin importancia histórica, allí si se le menciona al “apo chimay” por lo menos una vez.

    Los manuscritos que tratan entre indios muchas veces son pleitos de menor cuantía, especialmente robos; estas querellas se hacen relevantes cuando, para dar mayor crédito e importancia a sus quejas entre líneas, se acusan mutuamente los naturales de “indio idólatra”, “huacacamayos” (adoradores de deidades nativas) y “hechiceros”. Una denuncia ante el protector de naturales de Huamanga en 1640, entre Juan Aroni contra Phelipe Guaman por haberle sustraído enseres y un asno, le acusa el primero a Guaman que éste: “tiene su buyo en despoblado en agua puquio con su huaca apo chimay bajo del cerro”, luego pide formalmente que las autoriadades visiten el lugar indicado que el ladrón allí tiene los objetos y el jumento robados. Tal vez lo más rescatable de toda la queja, de unas cuatro páginas, sea lo transcrito anteriormente. El lenguaje del párrafo es oscuro, sin contexto, pero rico en información porque expresa que el presunto ladrón tiene su choza en Ñawinpuquio, cerca del cerro huamanguino, imputándole que en la colina “apo chimay” exista un lugar de veneración sagrada nativa.

    No hay documento alguno de los tiempos coloniales donde le nombren como “Acuchimay” al cerro ayacuchano.

    3. ¿Data suma topónima?

    En 1834 estando de viaje por Huamanga el Presidente Provisorio don José Luís Orbegozo, con ocasión del décimo aniversario de la Batalla de Ayacucho, su secretario y capellán don José María Blanco –después de regalarnos el mote de “rincón de muertos” en alusión a los realistas fallecidos en Quinua–, menciona en su diario a los cerros “Acuchimai – Nagüin yacu (ojo del agua) y Picota”.

    Algunos viajeros como Charles Wiener, Raymondi, Crosnier y Paz-Soldán hacen referencias a la colina indirectamente nómbrandola como “alto de Carmenga”.

    Exceptuando las anotaciones marginales en los documentos entre nativos, diremos que “oficialmente” el nombre de la colina huamanguina llega a la literatura citadina con los viajeros del siglo XIX.

    En 1888 el huamanguino Luís Carranza en sus “Apuntes de un viajero”, anotando la tectónica de la ciudad, escribe “Acuchimay” como nombre propio del cerro.

    Se le llama a la colina con su nombre nativo muy profusamente a partir de la Guerra del Pacífico (1879 – 1884).

    En 1914 el Coronel Juan Nepomuceno Vargas Quintanilla, posiblemente copiando las Memorias del Mariscal Andrés A. Cáceres, menciona en su carta la acción bélica de “Acuchimay” entre los caceristas contra los chilenos al mando del Coronel Arnaldo Panizo, documento que publicó el historidor Jorge Basadre en su “Historia de la República del Perú”.

    Ha sido costumbre de la intelectualidad huamanguina relacionar los petroglifos de Ñawinpuquio, ubicada el lugar en las faldas del “Acuhimay”, como centro poblacional Warpa de la cultura local pre-Wari en Huamanga, asimismo un relato romántico entre el “príncipe” Wari y la “princesa” de Vilcashuamán quienes terminaron trágicamente sus vidas en el “tambo” de Acuchimay que, dicho sea de paso, nunca tuvo ese uso.

    4. La encrucijada entre la tradición y la razón

    En la década de los sesenta del siglo próximo pasado, el médico Abilio Cárdenas, alcalde por entonces del Consejo provincial de Huamanga, hizo construir la cruz metálica de grandes dimensiones, con un centenar de bombillas eléctricas, para visualizar el símbolo católico de día y de noche a través de las grandes distancias en las sendas del peregrino.

    Esta nueva cruz quitó la importancia a las dos ya existentes desde tiempos coloniales que son de hechura huamanguina. Por aquellos tiempos el que suscribe esta nota, Miguel Ángel Velarde, huamanguino y profesor de Literatura en la Universidad de la Amazonía de Iquitos; Alcides Bendezú, huamanguino y profesor de Ciencias Sociales; Luís Rivera Aragón, Alfredo Escarcena, Alberto Díaz y otros amigos hacíamos la broma sobre la cruz gigante que había convertido a las otras dos como el “Buen Ladrón” y el “Mal Ladrón” del Nuevo Testamento. Esta broma de nuestra juventud llegó a los oídos de algunas gentes mal informadas quienes la tuvieron por una aseveración tradicional de la tierra huamanguina. Nos consta, por informaciones de primera mano, que un llamado “Gotardo” Rivera, muy desinformado, ha difuminado esta broma en las aulas universitarias cristobalinas.

    Las dos cruces facturadas por los imagineros huamanguinos tiene una singular significación en su género: las cruces son pintadas de verde, ésas no contiene el bulto de Cristo, sino en el crucero de las dos astas se coloca en una urna la cabeza magullada y coronada de espinas del crucificado; su expresión simbólica del Gólgota se dibuja en los maderos del travesaño horizontal donde están las dos manos heridas, una escalera, una lanza y un hisopo de mango largo; en el madero vertical están los pies lacerados, la bolsa con las monedas de la traición, los dados y una túnica; debajo está la calavera sonriente; encima del INRI, se encuentra el “gallo de la pasión”, recordando la negación de Pedro al Maestro.

     
    La Cruz de los “Compadres”, ubicada en la colina del Acuchimay.
    Foto: Kolbe-Alberdi, 2002
      La Cruz de las “Comadres”, ubicada a unos metros más abajo de la anterior en la colina del Acuchimay.
    Foto: Kolbe-Alberdi, 2002

    La fiesta de la Cruz Mayor del Acuchimay –la que se ubica en la cima de la colina representando a la “cruz de los comprades” y la Cruz Menor, ubicada más abajo que la anterior, representa a la “cruz de las comadres”– se festeja aún el día jueves de la semana anterior a la fiesta movible del carnaval en Huamanga.

    Pese a toda la parafernalia religiosa en la celebración de las cruces y los rezos populares multitudinarios hacia la colina organizado por los franciscanos en sus “Vìa Crucis”, nos enteramos que existía “una cueva” misteriosa en el lugar y que era morada de un Dios del cerro. El suscrito con Miguel Angel Velarde, un buen día de invierno, nos pusimos a buscar aquella caverna extraordinaria. Caminamos muchas horas en la cima de la colina, bajamos al lado este hacia Ñawinpuquio, pero no dimos con la cueva.

    Cansados y sedientos por la caminata nos pusimos a mirar el panorama hacia el horizonte de Pukuwillca, de pronto como surgido entre la greda rojiza, vimos a un hombre acercarse a nuestro sitio de reposo. En quechua le dirigimos la palabra. El hombre era un modesto campesino, llevaba un sombrero relativamente nuevo al igual que su indumentaria típica, entre uno de sus hombros portaba una especie de azadón. Le dijimos:
    – Maestrito, díganos, ¿por acá está la entrada del Señor Acuchimay?

    El hombre se quitó el sombrero y pronunció su respuesta como si fuera un rezo:
    – Jóvenes, el Señor de Acuchimay es otro con su cruz y su iglesia y el “Apo Chimay” es otro, Dios nuestro.
    – Maestrito, ¿puede indicarnos dónde está la cueva del Señor Apo Acuchimay?
    El hombre, nos llevó a un elevamiento rocoso de un pequeño mirador e indicándonos unas rocas en la arena de Ñawinpuquio, con voz bronca, señalando con sus dedos nudosos nos dijo:
    – Allá, no más, miren el pico en su cabeza dirige al Cusco del Inca, una ala apunta al Rasuwillca y la otra a nosotros, a su sagrario...”Apo Chimay, yayan akchi”, señor...con su permiso, pues, jóvenes...

    Se fue el hombre. Seguidamente, vimos aquella roca donde estaba la figura de un ave rapaz con las alas extendidas hacia los lugares que nos indicó y la cabeza, casi destruida en sus rasgos, aparecía como una escultura trabajada a mano o por la misma naturaleza que así la habría labrado.

    El ala hacia nosotros, efectivamente, apuntaba a un pequeño muro entre la roca de la colina que era la entrada a la cueva del “Apu Chimay”. Eran unos segundos de observación que nos hicimos y, de pronto, me vino la idea de preguntarle más cosas al hombre... pero ya no estaba, pensé encontrarle a unos pasos más allá, pero él ya se había perdido como sumergido entre las rocas. Mi amigo me miró sin impaciencia y dijo: “es el brujo del cerro, seguro que se ha escondido por allí y nos está oyendo lo que decimos sobre él, observándonos nuestros pasos”.

    La entrada de la cueva estaba protegida con un mampuesto irregular de bloques rocosos, el interior era como una sala iluminada por cientos de cirios colocados en las hendiduras, había gran cantidad de claveles, cigarrillos, papeles dorados; el piso estaba barrido y apisonado; dejamos nuestros cigarrillos y salimos al aire libre, bajamos a la ciudad pensando en el hombre que en su quechua habría dicho: “Acuchimay, nuestro señor” que no era exacto como veremos adelante.

    Pasaron muchos años desde la última vez que estuve en la cueva de la colina desde lo alto divisando la roca que eran los “petroglifos” de Ñawinpuquio, ahora lo sé conforme hube leído un artículo en la revista Huamanga.

    Vista tomada desde la colina de Acuchimay desde el lado noroeste de la ciudad actual de Ayacucho.
    Foto: Alberdi, 2002

    5. Una década de ausencia no es nada

    En alguna oportunidad de mi vida estuve preparado para dispararle rayos de luz a la cueva y a la roca totémica. De tanto caminar y buscar el adoratorio, al fin pude dar con el muro ahora derruido a la entrada de la cueva, pude pararme en el mirador donde hace años antes hube contemplado al rapaz pétreo. Esta vez escuché en la faldería de la colina, en la planicie, los ruidos atronadores de las motocicletas que se desplazaban entre la roca totémica que le habían partido en dos para construir un motocross. Ahora ya no estaba el ave pétreo de los antepasados esculpido en la roca de Ñawinpuquio. No pude llorar por su pérdida y nadie oyó mi queja repetida entre los ecos de las rocas sino mi alma adolorida.

    Ingresé a la cueva con la cámara fotográfica entre las manos, allí dentro era medio oscura con sólo dos cirios de luces lánguidas, las flores marchitas, los papeles dorados regados como basura sobre el piso.

    No hubo fotografías del adoratorio nativo ni del tótem. Recordé, entonces, las palabras del sacristán del templo del Arco de Huamanga quien me decía de los caprichos del “Niño Nakaq” (Cristo niño cuya significado quechua es “niño degollador”) al fotografiarle: “cuando él quiere no más hay buena foto, sino nada”; también, me vino a las mientes la sentencia del otro sacristán del templo de Santa Ana que nos decía: “del Niño Luchito no hay fotografía, cuando le buscan para hacerle una ya no está en su casa, es un paseandero” (es otra escultura de Jesús niño con aquel nombre dado por el imaginario popular). Este último Luchito es la imagen de un niño sentado sobre una silleta que no tiene un lugar fijo en los altares de la parroquia Santa Ana, después de su procesión que es junto con la de Santa Ana y San Joaquín, el 26 de julio, se llevan al niño los devotos a sus casas como invitado por algunos días, por semanas, por meses, bien atendido con flores e incienso.

    Me despedí del “Acuchimay” y del “Apu Chimay” por un par de décadas.

    Han pasados muchos años de mi ausencia de la tierra Huamanguina, en ese tiempo recordé mucho al “Apu Chimay”, repasé su verdadera historia que nadie había escrito, me fijé que nunca fue una “pascana” (en el quechua los arrieros llaman a los lugares de la remuda a las bestias de carga) donde se pedía hojas de la coca para pasar por ese lugar. La coca siempre fue la sagrada “madre coca” y nunca se la profanó llamándola “acuchi” en el incario andino, pero tal vez sí entre los mestizos.

    También me recordé el rezo de aquél hombre misterioso quien dijo: “Apo Chimay, yayan Akchi” (“poderoso ave dominico, padre de la luz”); ahora pude comprender que ese era el nombre del “poderoso, nuestro padre dominico (akchi)”, sé también que al “dominico” se le llama: “aqchi, chimay, allqamari, qoreqenke, allqariña, allqasiña, chanka inga, karakara, chinalinda”, cuyo nombre latino es Phalcobaenus albogularis megalopterus. El dominico es un pariente del gavilán (waman) acanelado. Ahí estaba en la roca íntegra cuando ví la primera vez la figura pétrea del dominico. En la segunda vez que fui a verle le encontré destrozado y en la tercera ya no pude hallarle.

    También supe que aquella “figura pétrea” lo puso un Inca como señal de su victoria sobre las tierra de los Pocoras. Esto refieren los cronistas peruanos Garcilaso que vió dos “pinturas” de los halcones colocadas a la salida o entrada de Huamanga, una en pasable estado de conservación y la otra ya muy destrozada, al igual que San Cruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua, en Huamanga, describió sus siete idolos “fieros de esa provincia”. En Huamanga encontró el extirpador de idolatrías de indios, el cura Cristóbal de Albornoz, las alas de un halcón que le entregó uno de los Incas a su representante para que la tuviera en un relicario por las tierras conquistadas a su dominio.

    Juntando relatos y documentos coloniales me propuse ubicarla bajo las coordenadas de la bóveda celeste del hemisferio sur al adoratorio del “Apu Chimay”; no pude triunfar como lo hizo Johannes Kepler en la precisión absoluta en medir todas las cosas (se conoce que el astrónomo alemán llegó incluso a calcular el tiempo de su gestación en el vientre materno en 224 días 9 horas y 53 minutos) porque me impidieron el viento, los rayos, la lluvia y el frío en realizar mi propósito añejo.

    6. Sobre las dos décadas del tiempo ya no hubo señales

    Después de varias décadas de ausencia, regresé a Huamanga con mis cámaras fotográficas reflex y digital, teleobjetivos, brújulas y mapas hipermodernos. Ascendí al Acuchimay en un auto y desde allí tomamos fotografías telescópicas de la primera plaza de Huamanga que salió maravillosamente bien lograda más una panorámica de la ciudad moderna, buscamos por todos lados el adoratorio del “Apu Chimay” para ubicarla exactamente, junto a la roca del “Yayan Akchi”, en la faldería de Ñawinpuquio. No pudimos llegar más a los lugares indicados.

    Mientras estábamos a la búsqueda del adoratorio y del tótem de pronto apareció ante nosotros (mi esposa e hijo alemanes más mi hermano huamanguino) un niño muy pobre, harapiento y sin abrigo en ese día singularmente frío de julio; el chico me clavó una mira tristísima que me fulminó mis pupilas, vino él hacia mí con uno de sus bracitos extendidos para pedirme dinero, sin hablar palabra alguna en ninguna lengua. No sé si hablaba quechua o castellano.

    Tan imponente fue esa presencia y tan cruel su mirada que no me risistí a sacar mi monedero para rebuscar allí unos soles: encontré un sol, cinco soles, diez soles y un par de dólares en mi reserva de viajero por mi patria. Pensé en mi interior: “un niño tan pobre no debe necesitar más que un sol de propina” y hablando en voz alta en quechua le dije: “kay huk sol imay sonqochalla qamllapaq kachun, aman qawachinkichu huknin warmakunamanqa” (aquí tienes un sol sólo para tí, niño pobre, pero no muestres lo que te dí a los otros muchachos), él asintió con la cabeza su promesa dada.

    Tomando la moneda entre sus manos sucias, sin sorpresa alguna, se puso en camino con pasos cansinos. Allí comenzó mi lucha interna: “!tú, que tienes algo de dinero, cómo puedes darle una miseria a un niño pobre sabiendo que esa moneda no le ayudará en nada! ¿Por qué no le das esos diez soles que a tí no te servirá para nada? ¿Eres un cicatero en tu tierra?”.

    Me arrepentí de la mezquindad atreviéndome a sacar más dinero pero el niño, en unos segundos que tardó el pensamiento, ya había desaparecido como deglutido por la tierra.

    Avergonzado de mí mismo guardé el dinero, caminé unos pasos inseguros y de pronto, entre mis pies, en la superficie de la tierra, estaba clavado un sol en moneda carcomida. ¿El “Apu Chimay” me habría devuelto ese pedazo de metal? No pude estar conforme con mi alma metida en el almario en esos momentos de extraña turbación.

    Entre las rocas del “Apu Chimay” busqué a la araña llamada la “viuda negra” que también está en la constelación de la Vía Láctea para mostrársela a mis queridos acompañantes, mas no hallamos ningún ejemplar, tampoco hicimos más fotos porque inició un viento ferozmente helado e iniciaba a llover. Nos cobijamos en un bar de las Tinajeras, desde allí vimos caer una lluvia torrencial serrana tan inusual para la temporada de invierno.

    No hubo más fotografías ni cálculos de precisión para ubicar en los mapas modernos aquel adoratorio del “Apu Chimay” (transformado en “acu–chimay” en el quechua de los mestizos postcoloniales), “yayan akchi, wamani” ( no “yayanchik”), padre generador dominico, dios pasado y actual nativo de la tierra que me acunara.

    No está mi albún fotográfico desprovisto de piedras del antiguo acueducto, de los sillares de las casas primitivas, del “peñol” Pocora, de las semillas raras, de los sulfatos multicolores, de las ofrendas a las divinidades andinas; todos esos materiales están bien clasificados con sus nombres quechua y latinos fulgurando exotismo en unos relucientes pomos de cristal, como la misma hechicería andina, riñiéndose diariamente con el positivismo del mestizo peruano.

    Bibliografía

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    La guerra entre Perú y Chile: 1879 – 1883. Extractos de las “Memoria de mi vida militar”, recopiladas por Julio C. Guerrero. 1ra Edic. Internacional, Madrid.
    CROSNIER, Jacques (s. XIX)
    Vues sur le Nouveau Monde: Etats-Unis, Amériques, Caraïbes. Edit. L’Harmattan, París, 2001.
    RUÍZ FOWLER, José R. (1924)
    Monografía histórico–geográfica del departamento de Ayacucho. 1ra edición. Imprenta Torres–Aguirre, Lima.


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